Pertenecíamos al espíritu de comienzos de los noventa, la caída de los dioses, perdidos entre tantos sueños rotos, buscando ideas que recomponer, al enemigo que dejaba de existir, agarrados a una hegemonía moral que perdía su razón de ser, sus valores, todo su constructo intelectual. Pero qué nos importaba, la anarquía triunfaría, era el momento de romper el sistema desde dentro, de hacerlo supurar por todos los lados, de que explotase por empacho.
Nunca pensamos que la eficiencia y la técnica nos arrasaría. Que se llevaría de su lado hasta el bastión sobre el que nos asentábamos. Nuestra bohemia, la estética que nos hacía ser parte de la historia y la vanguardia, atados a una imagen del pasado, un puente que iba mucho más allá de la división de dos mundos, que nos dejaba ser como éramos más allá de todo cambio. No cambiamos al mundo, pero el mundo sí cambió el concepto de lo nuestro. Dejó de ser nuestro para ser de todos y no ser de nadie. Había que reinventarse, pero había que hacerlo reinventando al mundo. Así lo conocíamos, estábamos predispuestos al fracaso, coqueteábamos con él, sin saber que nos podría arrastrar indiferentemente. Y actuó con franqueza, con la naturaleza de las cosas no pensantes, se llevó a lo colectivo como colectivo, hizo diferencias en aquéllos que ensalzaron su individualismo.
Y ahora aquí estamos, con el deje del pasado, queriendo incluir a una generación y sabiendo que mi destino ya no es nuestro.